Pedazos de máquinas serradas y quienes formas no reconozco arañan el amplio azul. Un cementerio de monstruos metales, cubiertos en dientes.
No verdaderamente, per eso es lo que nos imaginábamos cuando jugábamos aquí, en la sombra del edificio viejo gubernamental. Jugábamos polis y cacos aquí. Ahora fumamos y platicamos de las piernas de Jenny Pappenbrook.
–’Ta buena –dice Beto–. Y quiere mi verga.
–¿Qué no está saliendo con Charlie? –pregunto.
Beto se mofa. –Está cansada de su camarón y ahora busca un burrito gordo.
Soplo humo al cielo. Me recuerda a Papa Eduardo, mi abuelo, fumando con su café y su panecito cada mañana y aunque sabe a mierda y me quema la garganta, es lo mas cerca que me siento a casa estos días.
–No sé, –dice Miranda y tira su cigarro. Ella es la única quien fuma conmigo, pero a ella le gusta. Siempre termina su cigarro más rápido que yo–. Oí que prefiere tacos.
–No mames –dice Beto, pero se ve en sus ojos que se lo cree también.
Me deslizo con una bandeja bajo un montón de basura y desplazo el túmulo, revelando las manillas de una bicicleta.
–Wow, mira.
Beto está ahí a mi lado inmediatamente pero ya tengo mis manos sobre las manillas y estoy tirando la bici fuera de la basura antes de que él puede agarrarlo. Esos son las reglas de la chatarrería. Si lo encuentras, si lo agarras, es tuyo.
–Saben que no aguanto tiradero de basura.
Apuro a esconder mi cigarro tras mi espalda. Me quemo mi nudillo mientras trato de agarrar mi bolsa, listo para correr, mi mano todavía alrededor del metal frio de la bicicleta.
Hibiscus Bernard está parado con sus manos sujetas atrás de su espalda, la luz de la mañana iluminando su perfil por detrás como si lo hubiera llamado del Oyo para dar un poco de drama. No estoy seguro, con el sol en mis ojos, pero parece que esta sonriendo. Puedo ver sus dientes, por lo menos. Tantos dientes. Nadie debería tener tantos dientes.
–¿Pues?
Su pregunta cuelga en el aire por un momento antes de que Miranda corre y agarra su cigarro desechado.
–Lo siento, Señor Bernard.
–¿Y que les he dicho de estar aquí?
Su acento gringo es fuerte, pero sabe todas las palabras y los entiende hasta mejor. Siempre me sorprendía que él, de todas las personas, hubiera aprendido mi lenguaje. Papa siempre dijo que el Señor lo trataba bien.
–Lo siento, Señor Bernard –repetimos. Sabemos que estamos en un lio, pero cuanto depende en el día y su humor. Nos a correteado con perros antes, pero también ha fumado un cigarro con nosotros. Esperamos, con las uñas en la mano, a su juzga final.
–Esa bicicleta está bien triste, Peter –dice después de un momento, sus ojos asombrados perforándome. Peter, no Pedro, porque todos, hasta mis amigos mas cercanos y mi familia, me llaman Peter. Me esforzaron dejar ‘Pedro’ en la frontera. Nos cambiamos todos a nombres americanos, y ahora somos Peter y Abigail y Rebecca y Alfred. Papa se cambió de Giraldo ha Harold antes de que viniera toda la familia. Cuando todavía estaba sano.
Papa dijo que Hibiscus lo trataba bien, que él era la única razón que Papa nos podía traer a este país y porque tenemos techo sobre nuestras cabezas. Pero cuando esta ahí, puros dientes y ojos ocultados, lo único que puedo pensar es que, si no fuera por este hombre, todavía estaría teniendo pan y café con mi abuelo en Aguascalientes.
Dejo caer la bici. Pega contra el suelo, y se cae otra montaña de basura.
–Como insisten en el absentismo –no se esa palabra, pero estoy acostumbrado a su uso de palabras que no reconozco–, tengo un recado para ti. Hazlo, y cuando vuelvas, tendré esta bicicleta reparada como nueva y te la doy. ¿Trato?
Me ofrece su mano enorme desde la sombra de su silueta y me llena la visión.
Miro la bici tirada. Tiene manchas oxidadas, una llanta esta pinchada, la otra esta roto, no hay asiento, la cadena cuelga suelta, y una de las agarraderas esta completamente desgarrada.
He estado pidiendo a mis padres por una bicicleta por tres años. Tenia una en Aguascalientes.
Le doy mi mano a Hibiscus y su sonrisa crece más grande.
–Este lugar me da ñañaras.
–Todo te da ñañaras, puto.
Me pierdo lo demás de la conversación entre Beto y Alejandro. Por el tono de voz y la distancia que tienen a la casa del viejo, diría que los dos tienen miedo. Miranda es la única suficiente valiente para acompañarme hasta la cerca. Suficiente brava para poner sus manos por encima y apoyarse para delante a mirar el jardín, lleno de basura, del Viejo Methuselah.
–¿Estás seguro? Solo es una bici. No tienes que hacerlo.
La casa del viejo, una figura oscura y cubierta de cosas muertas—eso me parece chistoso—y dado una vida con ventanas clausuradas por todo el primer piso y cortinas pesadas y negras en la segunda, me espera.
Nuestra casa en Aguascalientes ere del mismo tamaño. Ahora, somos siete en un apartamento con dos recamaras. Tía Chela y Mari—Michelle y Maria—viven al lado con mis primos. Hasta nuestros dos apartamentos juntos no están tan grandes como el primer piso de esta casa.
Con mi padre tosiendo en el cuarto trasero del apartamento, lo que George, mi hermano, trae a casa de estar trabajando en los campos va a la familia. El ingreso de mi madre y de mi hermana también. Todo para la renta y comida y alguna ropa y para la medicina de mi papa.
Nunca va a ver una bici.
–Estoy seguro.
Estaba difícil correr con la caja en mis dos manos. Beto y Alejandro desaparecieron el segundo que disparo la pistola, pero yo estuve justo detrás y con la ayuda de Miranda, el viejo Methuselah nunca vio mi cara.
Hibiscus me sonríe con sus miles de dientes mientras abre la caja, revelando fila tras fila de carpetas. Corre un dedo tras la cima y pausa casi al final. Su sonrisa flaquea por un instante antes de intensificar de nuevo y me da un escalofrío.
–Me has hecho una buena cosa hoy. Y rápidamente.
Trago saliva, incapaz de quitar la vista de esos dientes brillantes blancos de esa boca dientuda. Saca una carpeta y tira la caja en una lumbre mientras saca un pedazo de papel y lo guarda en su chaqueta.
Papa dijo que tuviera confianza a este hombre. Que le diera gracias y respeto. Pero papá es un monstruo arrugado en el cuarto trasero de nuestro chingado apartamento y Aguascalientes esta muy, muy lejos.
–¿Que era?
No puedo contenerme.
Los dientes se multiplican y se inclina hacia mí.
–Terreno –dice, y por la manera de como lo dice, se no preguntar más. Después de un momento, Hibiscus me palma mi hombro y alcanza dentro de su caravana.
–Toma, Peter –dice, y saca una obra de metal reluciente de la oscuridad.
De alguna manera, en la hora que me tomo robar esa caja, la bicicleta ha sida transformada. Esta brillante. Esta resplendente.
Es mía.
–Mi nombre es Pedro –le digo y agarro la bici.
Hibiscus me sonríe con esos dientes de tiburón.
–A lo mejor podremos hacer más negocios en el futuro, Pedro.
Le doy mi espalda y camino la bici, las llantas cliqueando mientras la cadena gira los pedales. Esta bellísima. Miranda me espera, sus brazos cruzados, un cigarro entre sus labios medio sonrientes. Beto y Alejandro se están empujando a la distancia.
–¿Pedro? –me pregunta. La cabeceo. Ella encoge los hombros. Enciende otro cigarro y me lo da. –Vamos pues.
Camino la bici a su lado, pongo el cigarro entre mis labios, y la monto. –¿Quieres ir a pasear?
Ella se ríe y monta atrás de mí, balanceando sus pies en la rueda de atrás, sus brazos alrededor de mi cintura, el humo de su cigarro quemando mis ojos. Dejo a Beto y Alejandro gritando tras de nosotros mientras acelero bajo la colina, recordándome de cómo se sentía estar en una bici cuando vivía en otro lugar.
A lo mejor este sí podría ser mi nuevo hogar.
Translated by the author.
Featured image by Maria Pogosyan.