Pala Hardware

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Lucinda despertó en oscuridad. Miro por alrededor del cuarto desconocido de la casa en donde vive con su esposo Rafael y su padre Miguel. No estaba segura de que la despertó. Era un ruido, como un zumbido o una tonada baja de afuera. 

El silencio en comparación de Los Suelos contra su casa natal en la subdivisión de Lathrop, apachurrada entre el rio San Joaquin y el I-5, le daba dificultad dormir estas últimos dos semanas. 

Rafael roncó mientras ella tiró el cubrecama y caminó lentamente a la ventana de donde se podía ver todo el pueblo. Las luces de seguridad de la ferretería brillaron suavemente desde hace unos cuantos edificios de distancia y ella podía casi ver unos movimientos. El reloj decía las tres de la mañana. Sabía que el grupo de recibo ya estaba trabajando.  La camioneta morada siempre llegaba a medianoche. Rafael dijo que la razón era por donde estaba ubicado la tienda en la ruta. Ella no estaba muy segura. De lo que sabia ella, Pala Hardware era la única ferretería “Lower Rate Corporation” de que ella había conocido y no sabía de donde venia la camioneta ni a donde iba. 

Mientras estuvo parada en la ventana, oyó lo que sonaba como metal pegando a tierra suelta. Era el sonido que siempre asociaba con los últimos momentos del funeral de sus padres, cuando los sepultureros habían empezado a llenar el hoyo profundo, antes de que su abuela la pudiera alejar. Notó el zumbido de nuevo. Definitivamente era una tonada. Una que debería conocer. Sintió el sonido pasarle por encima, como si la luz de la luna la estaba pintando con música. 

Lucinda se encontró tarareando. 

–Señora Santana… ¿Por qué llora el niño?

–Por una manzana –dijo en voz alta y una ola de nausea le paso por encima. Corrió al baño y esta vez justo llego a vomitar en el escusado. Estaba empeorando. Hasta la palabra manzana le estaba dando asco. 

Se sentó en el piso linóleo frio, demasiada cansada para pararse y lavarse los dientes. El frio se sentía bien contra su cuerpo sudoso y se acostó encima por lo que solo iba a ser un momento. Sus ojos cerraron. Podía oír la canción infiltrando su mente y suavemente llenando su existencia entera. El niño perdió su manzana y entonces llora. 


Lucinda ya no estaba en su baño, pero en el asiento trasero de un coche que no había existido en años. Era una pesadilla recurrente. Su madre estaba dormida en el asiento de pasajero, la oscuridad total de I-5 mientras corría por los Kettleman Hills lo hacía difícil ver más de solo un perfil borroso. Ni en su sueño podía acordarse de cómo se veía su madre. 

Su padre estaba manejando. Podía ver sus manos fuertes y ásperos en el brillo de las luces del tablero. El radio estaba fijo en una estación ranchera. Porque cualquier estación tocaría una nana tan noche, ella no podía entender. Se miro a si misma en el vestido rojo que su abuela le había dado antes de que empezaran la manejada de San Diego. Había insistido que se lo pusiera. 

Su madre dijo que se veía como una manzana. 

–Una manzana bonita –su abuela había corregido con una sonrisa tierna. 

Vio para frente el momento que el primer claxon se oyó. Los faros parecían como si un toro enorme y antiguo, intento en cornear su pequeño coche. 

Su padre despertó con un sobresalto. Era demasiado tarde. Podía oír su madre gritando el nombre de su padre. Podía oler el diesel y la gasolina. Y en los segundos entre el impacto y el momento que su madre perdió la capacidad de gritar, sintió fuego surgir al su alrededor. Estaba tan caliente que hasta dolió mirarlo. La bocina del camión se unio con sus gritos y las sirenas, y el sonido de las llamas mientras se tragaban su vestido, convirtiendo naranja a bermellón mientras consumían la tela preciosa. Luego paso como siempre pasa. Un momento de silencio absoluto. Un momento donde las llamas envolvieron todo y se encontró en una eternidad de rojo color manzana. La cara de una mujer apareció de repente. Estaba sujetando un bebe en una camiseta purpura. 

–La Virgen –Lucinda se oyó diciendo. 

–No, niña –respondió la mujer. Lucinda se sintió siendo elevada del escombro. 

–¡Lucinda!

Abrió los ojos para ver a Rafael agarrando su cabeza en su regazo, sus ojos grandes negros engrandecidos con preocupación. 

–Raf –Paró. Podía oír el claxon del camión y todavía suavemente el sonido de metal contra la tierra–. Raf. ¿Oyes eso?”

–¿El camión de reparto? –preguntó. Se acordó que estaba ahora en Los Suelos encima de linóleo frio que fue instalado cuando Mid-Century Modern era solamente Modern.

–Vamos a que te acuestes –Raf dijo mientras la levanto del suelo y la puso otra vez en la cama. 

–¿Estas regresando a la cama?

–No, ya estoy despierto entonces voy a chequear al envío. Te vere en la tienda luego, ¿sí?

–Bueno –murmuro Lucinda, añadiendo justo antes de que se durmió profundamente y sin sueños. 

–Espera, no la camioneta. Le excavación.

–Creo que papá esta excavando en el macizo de flores, –dijo Raf, arropándola a la cama.


Unos días despues Lucinda estaba trabajando tarde en la tienda cuando lo oyó otra vez. Señora Santana estaba tocando de alguna parte. No había sistema de sonido en el viejo Quonset-hut-convertido-en-ferretería y ella no recordaba su suegro teniendo un tocadiscos en su oficina como algunos de los otros negocios tenían. Sabia que CDs y DVDs eran tesoros en un pueblo donde no podías agarrar ninguna señal. No le había parecido raro que no había equipo de música hasta ahora. Solo lo aceptó como parte de su vida aquí y había felizmente abandonado television diurna y Top 40 para vivir con Raf. 

Se paro y se mordió su nausea. Esta casi segura que sabia porque le estaba dando asco, pero por una razón tenia un nudo de terror cada vez que tocaba la prueba de embarazo que tenía escondido en el cajón de su escritorio. No podía hacerse capaz de usarlo. Raf estaba desesperado para tener hijos. Le había dicho una vez que siendo el único Mexicano sin hermanos era un destino peor que morir. Ella había respondido que era buena cosa que solo era Mexicanoamericano y los dos se habían reído. 

Planeo su mano sobre el cajón, pero lo movió cuando oyó pasos viniendo del almacenamiento colocado arriba de ella. Nadia debería estar ahí. Todos deberían estar en la planta ayudando cerrar la tienda para la noche. Su primer instinto fue llamar a la policía, pero no había teléfono en el edificio y su teléfono no tenía señal en ninguna parte de Los Suelos. Su segunda idea fue ir rápidamente a la planta y buscar Raf. En cambio, se movió silenciosamente a las escaleras que suben al almacenamiento. El techo curvado hico difícil pararse en cualquier parte que no fuera en medio, entonces debería haber darse cuenta quien hizo el sonido. No vió nada. Se dio la vuelta para bajar cuando oyó un pisado atrás de ella de un espacio que estaba vacio. Su suegro estaba parado atrás de ella, sujetando una pala filosa. 

–¿Señor Pala?

El camino por delante de ella sin responder, como si no estaba. 

–¿Miguel? –trató de nuevo mientras el bajó las escaleras hasta la planta. Sólo un par de clientes todavía permanecían. No los conocía. Le dio miedo la manera que se echaron muecas secretas cuando Miguel les paso. 

–¡Alguien encuentre a Raf! –gritó mientras continuó siguiendo a Miguel afuera rumbo al estacionamiento. 

–Señor Pala, ¿qué haces?

Caminó directamente en la calle, parándose en un bache grande que tenía un circulo rojo alrededor de él, significando que el tripulante mítico de reparación carretera debería llenarlo con asfalto nuevo. Empezó a excavar. 

–¡Señor Pala! ¡Sácate de la calle! –gritó. Trató de acercarse, pero el sonido de la pala contra la tierra la pegó en las rodillas. Se derrumbó hacia al suelo y la puerta de la ferretería abrió detrás de ella. Sintió las manos de Raf sobre sus hombros. 

–Está bien, querida. Regresa adentro –dijo mientras la ayudo a pararse. 

–Raf, está excavando un hoyo en el centro de la calle. ¿Le vas a parar?

–Estoy seguro de que Papa sabe lo que esta haciendo. Ahora ven para adentro. Esta frio aquí fuera.

Oyó el claxon de un camión semi dando la vuelta al rincón. Oyó el richido de un sedan familiar al pegar los frenos. 

Se dio la vuelta just a tiempo para ver una cara mirándola tras la ventana trasera de una camioneta familiar antes de que exploto en una bola de flamas roja color de manzana. 


Lucinda trató de correr hacia el coche. Trató de salvar la niña que sabia que estaba adentro, pero Raf la sujeto fuertemente. 

–No hay nada que puedes hacer –él dijo–. Papa ya no está. No hay nada que podemos hacer.

–¡Tenemos que salvar a la niña!

–¿Cual niña, querida?

Miro otra vez al coche. No era una camioneta familiar. Era una chatarra que sabia que pertenecía a uno de esos que Miguel y Raf llamaban esos ‘locos del Belowdown’. El camión no era el semirremolque de sus sueños, pero una camioneta de envío normal con una carga de almendras en camino para procesar. El fuego había sido el charro de sangre y bilis cuando su suegro reventó en medio de los dos coches. Los conductores ya habían bajado de sus coches, tratando de echar la culpa de uno al otro. Nadie, ni siquiera Rafael, estaba molesto con los restos torcidos que habían sido Miguel Pala. Soltó la mano de Rafael, de repente asqueada por su agarre fuerte y su declaración árido e indolente sobre su padre fallecido. 

Lucinda se dio la vuelta y corrió adentro. Veinte minutos despues todavía estaba sentada en el baño de empleos, sollozando sobre las dos líneas rosadas mostradas. Estaba tan segura de que ella y Raf estaban enamorados. ¿Pero cómo podía alguien ver a su padre morir tan horriblemente y ni siquiera derramar una lagrima? Quien era Rafael Pala y como se había encontrado ella en este lugar, embarazada con su bebé. Miró para arriba cuando la puerta abrió y Raf la miró a ella y la prueba. 

Cabeceo. 

–Bueno. Justo a tiempo. –La levanto–. Ven, mi manzanita bonita. Te llevamos a cama. El proximo Pala necesitara mucho descanso para enfrentar lo que viene.

Lucinda siento su cuerpo enfriarse. Un silencio profundo descendió sobre ella, como el momento cuando fue rescatada del accidente. Cerro los ojos, puso su cabeza en su pecho, y empezó a cantar distraídamente, 

–Señora Santana… por que llora el niño… por una manzana… que se le ha perdido.

Translated by A.P. Thayer.

Featured image by Maria Pogosyan.

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B.F. Vega

B.F. Vega is a writer, poet, and theater artist living in the North Bay Area of California. She is an associate member of the HWA and her short stories and poetry have appeared in various horror magazines and anthologies. She is still shocked when people refer to her as an author---every time.